Exposición realizada el 7 de marzo de 2003 en el Foro de Valencia
Avanzar significa ir lejos. Ir lejos significa retornar.
Eso dice el Tao Te Ching, escrito por Lao Tsé hace tres mil años, en una China lejana y mitológica. Resulta fascinante saber que cuando aquí aún nos golpeábamos con hachas y piedras, ya había lugares en los que se hacía filosofía, y aun poesía.
El eterno retorno es una de las constantes universales, que puede captarse en los ciclos de la naturaleza: el ciclo lunar, el ciclo de las estaciones, el ciclo astronómico de planetas y estrellas. También el ciclo de la vida, que se repite, retorna. Vuelve una y otra vez. Como una de las más hermosas formas de la naturaleza, la espiral, que encontramos en lo más diminuto y en lo más gigantesco: el movimiento de una partícula cargada eléctricamente en lo más profundo de la materia y la forma de una galaxia en los cielos más lejanos. La espiral, un movimiento que permite pasar mil veces por el mismo lugar sin pasar nunca por el mismo lugar.
Freud no fue ajeno a esto, lo sorprendente sería que no se hubiera percatado. También nuestra mente da vueltas y vueltas pasando mil veces por el mismo sitio. También nuestros pensamientos retornan una y otra vez, y no siempre de un modo agradable. También en nosotros encontramos la huella de la espiral, del eterno retorno. De lo que regresa después de ir muy lejos.
El Tao es uno de los conceptos, a mi entender, más hermosos que el ser humano ha tenido la fortuna de formular con palabras. No sólo por su profundidad filosófica, sino, sobre todo, porque quienes lo describieron lo hicieron por medio de la poesía, ese modo de cercar la verdad sin acuchillar las cosas. A diferencia de la Ciencia, que estudia su objeto bajo el escalpelo y el microscopio, cortándolo a pedacitos, la poesía jamás destroza su objeto: más bien se empapa de él.
Que es un interés netamente humano el querer saber qué hay detrás de todo, cuál es el origen del universo, el sentido de la vida, los porqués y los paraqués, es cosa harto sabida. Ciertamente somos los únicos bichos vivientes sobre el planeta capaces de hacer filosofía, lo que, por otro lado, no compensa nuestra otra habilidad para hacer armas de destrucción masiva. Pero, en fin, ese debate es otro debate. De entre todas las explicaciones filosóficas sobre esos porqués, a mí particularmente me fascinan las de Heráclito y las de Lao Tsé. Supongo que por su poesía, y porque ambos dijeron cosas muy parecidas con el mismo arte al manejar las palabras. Vivieron los dos en ese extraordinario periodo de la Historia que vio nacer a tantas lumbreras del pensamiento humano, allá por el siglo VI antes de Cristo. Ojalá que todos los filósofos hubieran sido al mismo tiempo poetas, y no ladrillos, como es lo habitual.
"Nunca te bañarás dos veces en el mismo río", afirmó con extraña hermosura Heráclito, mostrándonos la multiplicidad de nuestras experiencias, el diseño cambiante del Cosmos instante tras instante. Cierto que Parménides, no menos inteligente que Heráclito, afirmo exactamente lo contrario, con la misma veracidad, creo yo. Y que ambos tengan razón es posible, porque desde Lao Tsé hasta Freud, muchos son los que han aseverado que este universo cambiante y constante, firme pero huidizo, sereno pero turbulento, es, sobre todo, una construcción mental.
Si saltamos de la poesía a la teoría psicoanalítica, como mínimo, ya hemos perdido algo: el placer de la lectura. Pero, bien, yo sostengo que se puede hacer teoría siendo al mismo tiempo poético, o intentando, al menos, ser divertido. Sabéis de buena tinta que en el Col·legi hay personas que consiguen hacer ameno el trago difícil de la teoría que para ser analistas hace falta digerir.
Qué remedio, pues. Pasaré a la teoría, pero intentaré no alejarme de la poesía.
Pero, ¿cómo hacer poesía con la pulsión de muerte? Con ese nombre... Aun así, Freud fue casi poético cuando la describió, porque se enfrentó con su teorización a algo para lo que no había palabras, para lo que no había sino un sentimiento, y, a pesar del lenguaje del siglo XIX, logró conmover a su auditorio. Vaya si lo logró. Sus efectos se notan hoy en la profunda división de los psicoanalistas lacanianos y los postfreudianos. Fue la pulsión de muerte la que los dividió, lo que, a fin de cuentas, no hace sino demostrar la existencia de esa controvertida pulsión. La que divide, la que remueve, la que aporta lo nuevo bajo la unicidad y el aburrimiento de la pulsión de vida. ¿Qué sería de nosotros sin la pulsión de muerte, sino el hastío de lo mismo, la pastosidad de lo eterno y el discurso sin fisuras? Bendita pulsión de muerte, tú que aportas la cesura, el corte, la multiplicidad, lo diferente y lo que siempre es subversivo. La vida sería horriblemente aburrida si no tuviera un final. Y bien lo dijo Lacan: "si no supieran ustedes que la vida tiene un final seguro, ¿cómo podrían soportar las vidas que viven?".
La pulsión de muerte es como cualquier otra pulsión. No está hecha de otra pasta, no es distinta. Es una más en la cuenta de las pulsiones. Freud pasó largos años estudiándolas, formalizando en el discurso psicoanalítico lo que los poetas, los filósofos y cualquier persona con dos dedos de frente saben desde que el mundo es mundo: que los humanos nos movemos por impulsos inexplicables por la razón, que bajo nuestro poderoso intelecto, entronizado allá por el siglo XVIII como rey de cosmos, hay fuerzas de marea más poderosas y más secretas. El hambre y el amor de los que habló Freud citando a Schiller (por cierto el autor de la famosísima Oda a la Libertad que Beethoven musicó en la inmarcesible Novena Sinfonía), fueron el embrión de la teoría pulsional. Pero a diferencia de otros pensadores, Freud nunca dejó de lado lo que aparentemente parecía más indigno o prescindible de la naturaleza humana. Los chistes, los sueños, los errores, todo eso que en los grandes edificios teóricos sobre la mente del hombre se aparta como paja inútil, constituyeron el basamento de la construcción freudiana. Paja y barro, adobe, el primer cemento que los primitivos seres humanos usaron para erigir sus civilizaciones y que, en su modestia, aún se utilizan. Pero las pulsiones de vida no eran suficientes para explicar esa naturaleza humana. Faltaba otro elemento. Faltaba la pulsión de muerte.
La moderna Psiquiatría y la moderna Psicología explican bastante bien cómo funciona la mente humana: la Teoría del Aprendizaje y la de la Motivación, junto con las prolijas explicaciones sobre la química cerebral y el efecto de lo genético, han conseguido dibujar con mucha exactitud qué pasa bajo nuestro cráneo y cómo eso afecta y modula las relaciones sociales y humanas. Gracias a los avances de la Ciencia y a los avances de la Técnica, hoy apenas hay interrogantes sobre el deseo humano, apenas quedan resquicios para las preguntas por lo profundo, por lo vital, por lo eterno, por lo extraño, por lo distinto, por lo más humano de lo humano. Desde el lado del conocimiento queda poco por descubrir, pues hasta el secreto de los genes se ha rendido ante nuestros escáneres, microscopios y demás artefactos escrutadores del alma. Ante cada posible pregunta hay una variada gama de respuestas prefabricadas, perfectamente contrastadas y etiquetadas, al gusto del consumidor. No me molesto en reseñar a la religión en la cuenta de las posibles respuestas porque no ha aportado nada nuevo desde que se inventó. Su fin, esquivar la cuestión del agujero esencial de lo humano, no ha precisado de mayores evoluciones, salvo, claro está, algún que otro lifting o maquillaje que la adapte al gusto de los tiempos: los representantes religiosos aceptan por fin la teoría de Darwin, o la del Big Bang, pero como concesiones hechas por Dios a nuestra desvergonzada pulsión investigadora. Eso sí: sostiene aún la religión que el secreto del alma humana pertenece a una esfera diferente. Y con ella estoy de acuerdo, por una vez y sin que sirva de precedente. No todo puede explicarse, afortunadamente, pues hay un límite que el conocimiento no puede traspasar, y que está puesto en la frontera que marca el deseo del hombre, que, como bien dice Lacan, no consiste sino que insiste. Punto de fuga de la obra humana, la perspectiva de todo acto la da el deseo que hay detrás, pero sólo porque es una incógnita. Se le puede llamar a esto alma, por qué no.
Así pues, ¿para qué hace falta pensar en la pulsión? No es necesaria, no explica nada, es meramente un invento freudiano, caduco como toda su teoría. ¿O no?
En otras ocasiones me he aventurado a afirmar que la pulsión tiene que ver de alguna manera con la ética del deseo. Tal y como la describen Freud y Lacan, la pulsión es narcisista, o autista, sólo hace lazo consigo misma, da vueltas al margen de todo. Eso es cierto, porque algo que funciona a base de girar sobre sí mismo no es muy capaz de hacer otro lazo que no sea el de la circunferencia. Pero la pulsión, como el lenguaje, permite la emergencia, exactamente en sus dos sentidos, del sujeto humano, de ese que desea aunque no hable, y que con la pulsión grita ¡socorro, emergencia!. Toda la ética del deseo, la ética que preconiza el Psicoanálisis, tiene que ver con dejar hueco para el sujeto. Y esto es justamente lo que la tendencia social actual, siglo XXI, intenta taponar. Ante cada emergencia de ese vacío esencial que todos llevamos dentro por ser humanos vivos, la Telesociedad nos enchufa la correspondiente maquinita o invento nuevos. Nos calla, nos cierra el agujero, el orificio, la boca.
Pero estoy hablando de la pulsión como si ésta existiera de verdad, tal y como existen los cromosomas, o los genes, o el nivel de arousal o los precursores de la dopamina. O como existen los instintos, esos modos de conducta primitivos que bloquean la acción de un animal sobre un objeto desencadenante y que, generalmente, tienen una función adaptativa.
Mas la pulsión no es un ente real, un objeto del mundo de los objetos, ni tan sólo es una función corporal o mental. Es, como dijo Lacan, un artefacto. Es, para Freud, un mito. Es, como diría la Psicología, un constructo.
Antes de que el Cielo y la Tierra existieran
Había algo nebuloso.
Silencioso, aislado,
Solo y erguido, sin que cambiara en nada.
Dando vueltas eternamente sin fallar,
Merecedor de ser
la Madre de Todas las Cosas.
Desconozco su nombre
Y me dirijo a él como Tao.
Si me forzaran a darle un nombre,
Lo llamaría Grande.
Ser grande significa extenderse en el espacio.
Extenderse en el espacio significa ir lejos.
Ir lejos significa retornar.
Antes de todas las cosas, estaba, cómo no, La Cosa. En el principio el mundo estaba informe y vacío, luego Dios le insufló su aliento, y el universo fue. Mito este que podemos traducir de otro modo: al principio nada tenía sentido. Luego mamá dijo qué quería su bebé, y, de ahí en más, el mundo entero fue.
Lo simbólico preexiste. Es anterior al humano que nace. Lo simbólico en tanto registro de la experiencia humana, es el conjunto de las palabras y, muy especialmente, el modo de usarlas, las reglas que dicen cómo, cuándo y dónde usarlas para que ese algo equívoco que llamamos comunicación tenga lugar. A eso nos tenemos que amoldar para vivir en sociedad. Y el que llega, llega vacío, informe, en blanco. Proverbial tabula rasa. Sobre la página en blanco se escribirá una nueva vida.
Pero ese sujeto que puede o no aparecer, lo hace, por mor del funcionamiento de lo simbólico, de un modo preciso: en las junturas, en los saltos, en los puntos de corte del discurso. (No nos entretendremos en describir las diferencias entre sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado) Y, cuando ahí no tiene sitio, ya sabemos que hay otro lugar posible para él: en el cuerpo, allí donde, por su particular configuración orgánica, hay un punto de corte, un hueco, una cesura que, como icono, pueda representar el corte del discurso en el que el sujeto toma su valor. Para que esto ocurra hace falta la pulsión.
"Antes de la aparición del sujeto, ¿qué hay? Hay un cuerpo vivo, sumergido en lo simbólico, pero sin conexión con ese registro. El sujeto humano deviene en el proceso de ser nombrado, de ser situado en el funcionamiento de lo simbólico.
Los objetos de las pulsiones se introducen en la vida del sujeto a través de las demandas del Otro. No son esenciales para el funcionamiento de la pulsión, y no están vinculados a ella por razones de necesidad. Es decir, el seno materno o sus sustitutos no son consustanciales a la pulsión oral. Es el Otro el que une la pulsión con el objeto. La pulsión, vista así, es artificial. Es el resultado del peso de lo simbólico sobre lo real del cuerpo del niño.
Las pulsiones permiten la aparición del sujeto. ¿Cómo? Dándole un espacio antes incluso de que la cadena significante funcione para el niño. Antes de hablar, que es el lugar en el que el sujeto es, ya hay un lugar para el sujeto: el cuerpo. En los orificios corporales, por mediación de lo que el Otro pide al niño, un sujeto comienza a tomar forma.
La circularidad. Lacan insistió mucho en este punto. Las pulsiones contornean al objeto a, dando vueltas a su alrededor. Cualquier otro objeto puede tomar el lugar del objeto a, porque el objeto a no consiste. Pero no nos perdamos: si hay circularidad, ¿en qué sentido, a derechas o a izquierdas? Ni una ni otra, la circularidad es supuesta. No hay correlato fisiológico real del movimiento circular. Entonces, ¿qué gira?
Pulsión remite a impulso, a empuje, a ese algo misterioso que nos induce a hacer algo que, aparentemente, no queremos hacer, o que no podemos evitar. La limpieza obsesiva, el voyeurismo, el blablablá de la histeria, el impulso caníbal. Nada de eso da vueltas, no hay ahí nada que permita suponer una circunferencia. Ni siquiera en los agujeros corporales sobre los que se sustentan las pulsiones hay algo que induzca a pensar en un movimiento circular. Lo único que, en cuanto a esos orificios, podemos observar, es la tendencia a que el objeto particular de la pulsión obture el agujero, lo llene, haga contacto con los bordes del agujero. Así pues, la circularidad es más bien aquello que vuelve, lo que se repite. Lo que insiste vuelta a vuelta.
Un cigarrillo que toca los labios, un bastón fecal ocupando el final del recto, una imagen llenando la pupila o el aire que mueve las cuerdas vocales en la cavidad laríngea. Son objetos reales en contacto con orificios reales. Lo pulsional parece funcionar en el instante en que el objeto real cierra el circuito. Es como un circuito eléctrico: para que la corriente fluya hace falta contacto. Si no lo hay, la corriente está en una especie de estasis, una espera, una potencia que se realiza en el momento del contacto. El contacto es, pues, lo importante. El cierre del circuito.
Los agujeros corporales se cierran si no se usan. Eso es bien sabido. La naturaleza abomina de los agujeros. El cuerpo los tolera mal, tiende a obturarlos. El uso diario los mantiene abiertos y funcionales. Y para que ello ocurra hace falta el contacto del objeto. Lo que tenemos que averiguar es qué de lo simbólico tiene ahí su correlato" (1)
Las pulsiones, por tanto, no son reales. Son un efecto de lo simbólico sobre lo real del cuerpo. Hay un real, y un simbólico. Y un agujero, digámoslo así, catectizado simbólicamente para que el sujeto tenga dónde ser. Tenga algo del ser. Sea.
Sabemos también de la especial relación de la pulsión con lo sexual. Freud incidió siempre en el especial peso que lo sexual tiene sobre la psique humana, hasta el punto de que fue acusado de convertirlo todo en una suerte de pansexualismo radical. Ni mucho menos es así, porque se olvida comúnmente que Freud no confundió genitalidad con sexualidad. La sexualidad humana es, sobre todo, significante. La parte que le toca al cuerpo en lo referente al sexo es muy pequeña, a pesar de que suela ser una parte capaz de turgencias varias. Digamos que lo sexual del cuerpo, lo real del sexo en el cuerpo, llega a lo simbólico a través de las pulsiones.
¿Podríamos pasarnos sin teorizar nada del orden pulsional? Creo que sí. Al menos las demás corrientes del pensamiento psicológico así lo hacen. No es necesario hablar de pulsiones, puesto que, en rigor, no existen. Pero nos ayudan a entender cómo el sujeto, ese punto inefable de nuestra experiencia mental, funciona y se mueve.
Tradicionalmente, en la Filosofía occidental, se ha intentado hallar cuál es y dónde está el centro de nuestro ser. El ser, el sujeto del hombre: ese que desea, piensa y siente. Desde los griegos hasta nuestros días, una preocupación filosófica constante ha sido la del sujeto y la del yo. Freud y Lacan han aportado un punto de vista especialmente interesante en el deslinde de los dos conceptos, aunque, desde luego, no ha sido con intención de enmendarles la plana a pensadores del tamaño de Kant o Aristóteles, sino, y no perdamos esto de vista, por cuestiones clínicas. El Psicoanálisis no es una filosofía. Su interés fundamental es la clínica. Pero es que precisamente muchas de las enfermedades mentales tienen que ver con las vicisitudes de esos dos personajes, el yo y el sujeto.
Separémoslos rápidamente y prosigamos: el yo es imaginario, es una construcción mental estilo patchwork , a base de retales de aquí y de allá, aglutinados de modo libidinal, y que sirve como imagen de lo que somos, como tarjeta de visita, como reflejo de nosotros mismos que nos representa ante los demás. Demás que son también, a su vez, representados del mismo modo por sus yoes. Así que la comunicación humana es, básicamente, comunicación de yo a yo. Lo que Lacan denominó eje imaginario entre a y a'. El sujeto, por otra parte, forma, junto con el Otro grande, lo que tal vez podríamos denominar el ser del humano: una compleja estructura doble, un sistema binario que engancha al ser vivo, al cuerpo vivo, con lo simbólico que nos rodea, nos interpenetra, nos nutre y, cómo no, nos amarga la existencia.
No hay razón orgánica alguna para suponer que alguien necesite de un cigarrillo para calmar su pulsión oral, o que la exagerada manía ordenadora de un obsesivo proceda de una fuerza corporal llamada pulsión anal. Y mucho menos para pensar que el humano afán de matar al prójimo se deba a una intensa y oscura pulsión de muerte que explique nuestra peculiar manía de agredir al otro. Si queremos seguir la pista a esas conductas, tenemos que alejarnos del cuerpo. En él no hay resortes o programas que impulsen a prácticamente nada... de lo que tiene que ver con nuestro comportamiento.
Sólo los humanos tenemos pulsiones, porque sólo los humanos vivimos en el registro simbólico. Lo pulsional es, por lo tanto, un efecto de ese registro en la materia viva que lo habita. Y para esa materia viva, el placer de lo erógeno, de lo que luego en etapas más avanzadas del desarrollo será plenamente lo sexual, es justamente lo que la vincula con la vida, con el saberse vivo. El placer y, hay que decirlo, el dolor. El dolor y el placer erógeno son los indicadores de que se está vivo. Si duele, se aparta la mano del fuego. Si da placer, se deja ahí. Pero es a través de las pulsiones como las exigencias del Otro, sus normas y reglas, empiezan a ordenar el mundo del sujeto. El cuerpo vivo recién llegado sólo tiene impulsos primarios: busca una satisfacción lo más inmediata posible. Pero el exterior es básicamente hostil y peligroso, y hay que seguir las normas para adaptarse a él. Lo simbólico se engancha a lo vivo a través de lo pulsional.
No obstante, lo que más pesadillas nos causa no es lo simbólico, sino lo imaginario. Ese registro de la experiencia del mundo, que compartimos con los demás animales, nos exige representarnos imaginariamente la relación que nuestro cuerpo vivo mantiene con lo simbólico. Y ahí empiezan los problemas, porque eso no es fácilmente representable. Porque ni lo real ni lo simbólico son accesibles a nuestros sentidos. Sabemos de ellos gracias a nuestra capacidad de abstracción, porque lo real está fuera del campo perceptivo, y lo simbólico sólo puede aprehenderse desde lo simbólico, lo que, en suma, no significa sino que no podemos captarlo tal cual es. Haría falta un nivel metasimbólico para acceder plenamente a ese registro. Y dado que el pensamiento se estructura en lo simbólico, resulta harto difícil salir de él para explicar algo con la razón. He aquí que, nuevamente, los místicos orientales nos vuelven a ganar la delantera: la experiencia del satori es una experiencia sin palabras. No puede verbalizarse sin que pierda algo de su brillo y particular intensidad. Esa experiencia de la iluminación es similar al sueño: ponerlo en palabras hace que cuando lo latente se vuelve manifiesto se pierda algo.
" ... antes de practicar Zen, las montañas son montañas y los lagos son lagos. Cuando practicas Zen, las montañas ya no son montañas y los lagos no son lagos. Pero después de alcanzar la iluminación, las montañas y los lagos son otra vez montañas y lagos" . Estas palabras, de un practicante de Zen que ha llegado al satori me recuerdan intensamente algo de la experiencia del análisis, en el que no todo puede ser dicho.
Bien. Lo erógeno, lo que luego será simplemente lo sexual, es regulado, en la especie humana, no por los imperativos orgánicos, sino por lo simbólico, por lo significante. Las pulsiones, precisamente, muestran ese hecho: los modos de goce sexual son unos cuantos, y marcados por lo pulsional, por lo particular de cada pulsión. Así pues, la regulación de lo sexual se hace a través de la pulsión, y la pulsión es la que, en las etapas primeras de la vida, permite al Otro introducir su norma.
Pero el Otro no es un concepto fácil de aprehender. Hay todo un proceso por el cual el mundo simbólico se introduce en la materia pensante del crío, que demanda su tiempo y sus modos. Es ese proceso por el que lo simbólico se engancha con lo vivo, donde nace el sujeto.
El sujeto, lo repetiré, no tiene por qué nacer. Lo simbólico no siempre se entrevera con la sustancia viva del ser humano. A pesar de que estamos diseñados para vivir en sociedad, lo que en nuestro caso significa lo simbólico, eso no siempre ocurre. A veces el ser humano, aunque viva en el seno de lo simbólico, está desconectado de ello. A eso lo llamamos psicosis. Pero que esté desconectado no significa que no haya efectos. Los hay, y bien graves.
Las pulsiones se ponen en marcha en el mismo instante en que comienza a funcionar la dinámica simbólica por la que la madre introduce al niño en el mundo de los objetos. Su palabra, su demanda, su deseo, llevan a la criatura por la senda de lo significante. El proceso acaba cuando, como cristalización gota a gota, queda de un lado el Otro y del otro el Sujeto. Y, además de la palabra, el otro único lugar en el que podrán tener un contacto será, justamente, la pulsión, $?D.
¿Cómo expresar sino en forma poética la particular división psíquica humana, tan fácil de sentir pero tan difícil de nombrar? Muchas son las religiones y filosofías que han prescrito que el camino hacia la salvación, o hacia la iluminación, o hacia lo absoluto es la supresión del yo, su eliminación. Su muerte. Desde la propia religión católica hasta el budismo, el único modo de reencontrarse con Dios, con lo absoluto, es la muerte del yo. La muerte de los deseos, que es otro modo de decirlo, es paso previo para encontrar lo único bajo lo múltiple, lo inmutable bajo lo cambiante, nirvana bajo maya.
El Tao que puede ser expresado
No es el Tao absoluto.
Los nombres que pueden dársele
No son los nombres absolutos.
Y el Psicoanálisis, al menos el lacaniano, el freudiano vale decir, también hace la misma apuesta: si no matar al yo, al menos reconocer su vanidad, el punto de espejismo por el que creemos tener una consistencia esencial que sólo es eso: espejismo. Para muchos, sacar a la luz esa falacia supone la destrucción de sus andamios. Para otros es el afán de su vida.
El yo, tal y como nos lo describe Freud, es una barrera interpuesta en la comunicación entre el Sujeto y el Otro. Es un lugar de equívoco, de desconocimiento, dice Lacan. En cualquier caso, su metafórica muerte no es un método válido para captar el particular dualismo de la esencia humana. En torno del vacío primordial, tanto el Sujeto como el Otro tejen su danza. Pero están condenados a no verse nunca cara a cara, porque, y eso queda patente en el famosísimo grafo del deseo, están en lugares distintos, aun siendo el mismo lugar. Juego de palabras que no es tal, sino la descripción de la topología especial del inconsciente.
Mas apenas he dicho una palabra sobre la pulsión de muerte. Su nombre, al menos para mí, es fascinante. Porque por lo que sabemos del ser humano, podríamos pensar, a priori, que se trata de una inclinación hacia el mal, o hacia la destrucción, o hacia la muerte de uno mismo o la de los demás. Cosa cómoda de concebir porque la experiencia inmediata nos confirma la particular facilidad con la que los humanos nos descabezamos los unos a los otros por quítame allá esos pozos de petróleo. La agresividad del hombre, innata, potente, no regulada biológicamente, ni por instinto alguno, sólo tiene un freno: la Ley.
Nuestra purita agresividad no tiene que ver con la pulsión de muerte, más bien con las de vida. Cierto, tanto el hambre como el amor pueden hacernos matar. Toda la dinámica pulsional del lado erótico, erógeno, del lado de Eros, se vincula con extrema facilidad con la agresividad. Agresividad ésta importante en el reino animal para la supervivencia y la propagación del plasma germinal. La bestia más fuerte procrea más. Quien más poderoso es come primero. El más fuerte, y el más fuerte es el más agresivo, domina, y normalmente se reproduce. También sabemos que el uso de la agresión está rígidamente controlado por lo biológico y las estructuras sociales animales: demasiada agresividad lleva al desastre. Los humanos, por contra, tenemos muy mitigados esos dispositivos atenuadores de la agresividad, esos que hacen que el lobo débil enseñe el cuello desnudo al fuerte y este, instantáneamente, queda inhibido en su respuesta feroz. Nuevamente la palabra, lo significante, lo simbólico en suma, toma el relevo en lo humano, pero los mecanismos minimizadores de la respuesta agresiva no funcionan tan bien como los biológicos. Nuestra ferocidad está más bien libre, y es rápidamente focalizada sobre cualquier posible objeto que permita su descarga. Lo cual, por otro lado, suele ser placentero, como toda otra descarga de tensión.
Pero la pulsión de muerte nada tiene que ver con la agresividad. No es destructora en el sentido devastador que más de uno ha querido ver. No es un camino para ir a la muerte propia o ajena. La pulsión de muerte, Freud la nombró muda, se deja ver en fenómenos en los que lo que se trata de destruir o modificar no es la vida, la persona o el ser. Apunta más bien, eso pienso yo, hacia la caída del yo imaginario, el punto más débil, precisamente, de nuestro aparato mental. Débil y, sin embargo, tirano. Todo malestar, que no mal, deriva del yo, no del sujeto o del Otro. No hay una cuestión ética relativa al bien o el mal en el inconsciente. El inconsciente no es un terreno para parlamentar, no es el cielo o el infierno. Es el escenario donde lo simbólico que nos precede dirige la función teatral de la vida de cada uno.
Si es una pulsión, cosa de la que yo me permití dudar en tiempos pasados, porque no entendía bien a qué se refería el sintagma "de muerte", debe funcionar como las demás, es decir, debe dar vueltas, debe tener energía incombustible, debe guardar en su interior al objeto a. Debe, además, girar en torno a un agujero. Debe permitir que algo de lo sexual pase a lo simbólico, debe ofrecer un hueco al Sujeto del inconsciente allá donde no hay palabras que lo representen. Si todo esto se cumple, hay una pulsión. Pero, ¿de muerte? ¿De qué muerte, de la de quién?
Y ¿por qué dos tipos de pulsiones y no cientos?
Para esta última pregunta no tengo buena respuesta. No lo tengo claro, aunque lo cierto es que se repite en la naturaleza de modo constante la aparente dualidad de cosas que, más al fondo, no son sino la misma cosa. Creo que es un tanto engañoso intentar categorizar a las pulsiones en tipos. Es un prejuicio freudiano, quien siempre fue dualista, organizar el mundo en base a dos polos. Su pensamiento precisaba de esas categorías para sistematizar su conocimiento, cosa, por otro lado, normal en cualquier mente pensante. Pero, he aquí lo curioso si nos aproximamos al taoísmo, tenemos en esa filosofía una representación excelente para nuestro dualismo pulsional: ¿quién no ha visto el símbolo universal que representa al Tao?
Tao: la armonía de los opuestos, el flujo del universo, lo que cambia y permanece, lo que es una cosa y otra a un tiempo. Lo que crece y decrece según medida, el contraste y la coincidencia, la paradoja y lo imposible. Es tan similar al mundo que llamamos inconsciente, que asombra que Freud no lo haya dicho él mismo. Pero tanto La Cosa como lo simbólico tienen cabida ahí: lo que existe desde antes, la Madre de Todas las Cosas, y lo que era antes, lo simbólico. Justamente lo que permite nombrar a La Cosa es lo simbólico. Las explicaciones taoístas sobre el universo y el ser humano son admirablemente pertinentes para describir lo onírico, lo que fluye de lo significante. Ese Yin y ese Yang bien pueden representar también a nuestro freudiano dualismo pulsional.
Pero, bien. No nos desviemos demasiado. Si hay dualismo pulsional es sólo porque la mente humana está conformada en torno al juego dual, aparente, de la división subjetiva, en torno al dentro y fuera, lo externo y lo interno, lo íntimo y lo éxtimo (palabra afortunada que ha quedado en el argot psicoanalítico) y que, todos lo sabemos ya, no son sino categorías mentales de esa fantasmagórica reconstrucción que de lo real hacemos en virtud de lo simbólico: lo imaginario. Pues la realidad es sólo la realidad psíquica, y aquí Freud fue absolutamente taoísta, budista y heraclitista, si me permitís el barbarismo. Darse cuenta de que bajo la multiplicidad hay un sustrato simbólico común no es tarea cualquiera, eso sólo lo han hecho los grandes pensadores.
La pulsión de muerte debe su nombre a la insistencia que ciertos individuos ponían en perpetuar algo desagradable en su modus operandi. Tendían a buscar algo que les llevaba más allá del bien, más allá de su placer, más allá del hecho de estar vivos, incluso aun a costa de su propia salud, hacia algo de lo que, sin saber qué podía ser, se convertía en el centro de su experiencia. La neurosis de guerra, enfermedad de los veteranos que volvían del campo de batalla de la guerra del catorce (Freud vivió dos guerras mundiales, no lo olvidemos), hizo pensar a Freud en la tendencia natural de lo vivo a buscar la muerte. Todo eso convenía perfectamente a lo que ya se sabía de lo vivo, de la tendencia a la homeostasis, de la búsqueda del mínimo de excitación. Y además tenemos ahí la famosa Segunda Ley de la Termodinámica sobre el incremento de la entropía, que viene a decir que en todo sistema hay una tendencia imparable a encontrar el cero, a aumentar el desorden del sistema y a perder energía. Es decir, las cosas se enfrían de modo natural si no aportamos energía que las caliente, lo que no es sino dilatar el enfriamiento, porque para calentar una cosa tenemos que sacar energía de otra. Todo el universo camina hacia un fin frío y silencioso, las cosas decaen, se ajan, se vuelven polvo. Lo vivo da un rodeo para llegar, a su modo, a la muerte.
Pero eso es en lo real. Freud pensó que esa tendencia era lo que hacía rememorar a sus neuróticos de guerra sus trágicas experiencias, buscando completar algo más allá de su primer principio teórico, el del placer. A eso lo llamó pulsión de muerte, una pulsión que parecía impulsar al sujeto hacia una deconstrucción o desmontaje, hacia una enigmática pregunta. La ética victoriana y la moral americana pacata de la IPA asumían que estaba mal buscar la desaparición. Eso dice la Iglesia, eso dice el Partido Popular. La pulsión de muerte, así vista, era mala, atentaba contra... ¿contra quién, en nombre de Freud?
Pues contra el yo, ¿quién si no podía sentirse amenazado?
No es el sujeto el que teme la muerte. Si hay alguna tendencia en el sujeto es precisamente la de encontrar lo que le falta, y de ello enferma, de no tener lo que le falta. Lo que le falta es la falta, podemos ya decir. El yo, verdadero parásito de nuestro ser, vive su vida virtual a costa de taponar lo esencial del ser, que es el agujero. El inconsciente tiene sentido por el agujero, porque hay una falta esencial, un no ser, un boquete abierto a la nada. Agujero que marca al sujeto allá donde el Otro no tiene. Así pues, el Sujeto y el Otro juegan su jueguecito en torno al deseo con la intención pulsional de reconstruir, en pos de lo que falta, el momento inicial. Es un intento vano, porque, en rigor, y en verdad, nada se perdió, así que lo que presuntamente falta no se encontrará nunca. Si así fuera, si se pudiera hallar, el juego dejaría de jugarse.
Es ciertamente difícil expresar todo esto con palabras. Es aún más difícil intentar entenderlo, porque vivimos capturados en lo imaginario, creemos ser nuestros yoes, pensamos desde ahí, hablamos desde ahí, vivimos vidas virtuales, estilo Matrix, mientras el sujeto es más o menos amordazado. Son las pulsiones las que le permiten un hueco cuando las palabras no bastan o no llegan. En cada acto pulsional hay algo de nuestro deseo, esa minúscula d que mantiene en marcha el mecano del inconsciente, que deja que el sujeto se exprese. Si ese acto es ya subversivo, porque el cuerpo quebranta las normas para que el sujeto se exprese, cuánto más subversiva no será la pulsión de muerte, pues toda ella trabaja para que el sujeto busque aún más allá del propio cuerpo, en el Océano Simbólico, ese lugar en el que el deseo radical no está obstruido. Lugar que, lo he dicho otras veces, y hasta ahora nadie me ha contradicho, no puede ser sino el agujero de la falta en el Otro.
Ahí da vueltas la pulsión de muerte. Si algo puede morirse, si sobre algo pesa la amenaza de la muerte, es sobre el yo, vano, vacuo, infatuado, venal y pagado de sí mismo, que no supone sino un velo impuesto a lo radical de nuestro deseo. Deseo de nada, ojo, porque no consiste en desear nada salvo el propio hecho de desear. No es un objeto lo que se desea, sólo se desea desear.
Sobre eso apunta la filosofía oriental: la muerte del yo permite la emergencia del lugar vacío del deseo. La meditación zen intenta detener el flujo de lo imaginario para llegar al satori, a la experiencia de la iluminación en la que el adepto comprende, sin palabras, sin ciencia alguna, el porqué de su existir. Es el nirvana budista, la experiencia de la contemplación mística, inefable e inexpresable.
Pero bajémonos un poco del carro del misticismo. Porque se vive en el mundo y retirarse a una cueva o una lamasería en meditabunda quietud no es sino una huida hacia adelante en lo que Freud denominó "el apremio a la vida". La vida es para vivirla, por breve que pueda esta ser, o por poco sentido que pueda tener. Es la conjunción del trabajo de las dos pulsiones las que despliegan el mosaico feraz de nuestras existencias como humanos sociales que más o menos somos. El mismo Tao se muestra ahí, en el constante movimiento de un extremo a otro, porque, y eso está representado por los puntos de distinto color en el símbolo, cada lado, cada extremo, tiene en sí el germen de lo opuesto. Ambas pulsiones, vida y muerte, funcionan al unísono en perfecta armonía, aunque ello no nos lo parezca, por culpa del velo imaginario, la ilusión del maya budista, por culpa del yo. Las pulsiones no son ni buenas ni malas, no nos llevan hacia la enfermedad o el desastre, o a la salvación. Simplemente, están ahí.
Posiblemente, cuando hablamos de pulsiones, se nos olvida que son artefactos míticos. Son como los remolinos en un río: la corriente simbólica en interacción con lo real del cuerpo produce esos particulares efectos que podemos describir como pulsiones. Para Freud, todas las pulsiones, y fue su apuesta final sobre ellas, trabajan para reconstruir un estado anterior. El principio del placer labora también para ese mismo fin: volver al mínimo, al cero.
Tampoco deberíamos olvidar que el estatuto del Sujeto del inconsciente y el del Otro Grande es similar al de las pulsiones. Lacan no se cansó de incidir en esto: son efectos del discurso, lo que quiere decir que tenemos de eso sólo porque hablamos.
No quiero dejar esto sin darle un empujoncito al yo: tampoco el yo es un criminal. No es un parásito a erradicar, es elemento necesario en nuestro diario funcionar mental. Tiene tendencia a infatuarse, y lo paga caro, pues la angustia es toda suya, él es quien teme a la castración como a una vara verde. Pobrecito, pues a lo largo de un análisis pierde peso de manera escandalosa, aunque no conviene convertirlo en famélico espectro. Nos hace mucha falta para vivir con los demás, porque el Sujeto del inconsciente no es el más adecuado para el lazo social. A ese sólo le preocupa el deseo, el hueco, y su minué con el Otro Grande. Mal apañados estaríamos si ante lo simbólico sólo tuviéramos al Sujeto y al Otro. A fin de cuentas, nuestra vida se vive desde el yo, es lo más real entre comillas que tenemos. Quiero decir, si mi Sujeto y mi Otro son efectos del discurso, del hecho de que hablo, de que ello habla en mí, poco puedo extraer de su conocimiento o uso, porque ninguno de los dos me sirve de mucho a la hora de vivir con los demás. A esos dos sí que les importa poco el lazo social, vaya par de egocéntricos, sólo preocupados de su bailar pegados es bailar. Lo que pasa es que el deseo, esa función de incógnita producida también por la peculiar estructura mental humana, es un elemento que se juega entre esos dos, porque los dos bailan en torno al hueco del deseo. Lo tremendo de todo esto, si miramos con atención el grafo del deseo, es que el ser humano es aún más hueco que el átomo, está vacío, es una pura estafa. El Otro, el Sujeto, la Pulsión, el deseo, el fantasma... elementos ficticios todos, bueno, salvo, tal vez el fantasma. (lo imaginario es lo más real de nuestra experiencia)
Nos han engañado, sólo el yo, el denostado yo, nos vale para lidiar con los otros animales-humanos. Pero como el yo no se guía por el deseo, sino por el principio de realidad, resulta conveniente analizarse, para desbrozar un poquito los desagües, y que el río simbólico circule sin producir avalanchas, inundaciones o catástrofes, como el Ebro. Menos mal que hay un Plan Hidrológico Nacional para frenar todo esto, gracias al Otro del Gobierno, que vela por nuestros intereses.
Voy a desmitificar y deslustrar un poco a todos estos personajillos: ni unos ni otros son buenos o malos. El Otro no es el Gran Canalla, ni el Sujeto un héroe griego, ni la pulsión de muerte una fuerza oscura del cosmos, ni el yo es el personaje traidor de cualquier película de aventuras. Lo real es una colección de átomos y fuerzas nucleares. Lo real es la gravedad, lo real son las humedades del cuerpo y sus desechos. Pero lo simbólico, para el ser humano, llega a ser más real que lo real. Otra vez Matrix. Porque lo real es un desierto, y no nos gustan los desiertos... casi nunca. Siempre es el yo el que sufre, porque es el único que ve amenazada su existencia. Porque es el único que ve que existe. Porque la única conciencia de sí mismo la tiene el yo. Es patético, porque el yo, a fin de cuentas, es un lugar de engaño. Pero eso mismo es lo que más nos define como humanos: la inmensa, ingente, infinita, inacabable capacidad de engañarnos a nosotros mismos. ¿Y somos los Amos de la Creación? Como broma, es un poco pesada. Ser o no ser, esa es realmente la cuestión. Porque la vida es sueño y los sueños, sueños son. Si ya lo dijeron los poetas, ¿qué más puedo yo añadir?
Bueno, sólo algo: un último adagio zen: "qué maravilla, qué misterioso. Transporto leña, saco agua" . La vida es más simple de lo que parece, aunque no lo parezca. Pero si digo esto es, vive Dios, gracias a que llevo a mis espaldas unos cuantos años de análisis. Ojalá hubiera tenido más fortuna y no lo hubiera necesitado para descubrir que, ciertamente, menudo rodeo he dado para ver que las montañas y los lagos son sólo eso, un hermoso paisaje.
Notas:
(1) - Las pulsiones y sus señuelos
Autor: Sabino Cabeza - 07/03/2003