Tal vez Sade fue más allá de donde pensaba con sus provocaciones y baladronadas. Quebrantó la barrera del bien, pero se detuvo en la de lo bello. Pues bellas son las cosas que narra, bellas sus fantasías, bellas sus manifestaciones estéticas. ¿Quién dice que lo bello es lo que para todo el mundo es bello? ¿Quién dice que Esther Cañadas sea bella? ¿Quién que lo es Pamela Anderson? Hay quien encuentra bello a George Clooney, y también quien halla bello a Santiago Segura. Lo bello, como barrera ante el goce absoluto del encuentro con el objeto absoluto del deseo, con el deseo en tanto meta, es también lo opuesto a lo bello: lo feo. Lo horroroso es igualmente eficaz a la hora de detener el deslizamiento hacia el lugar del deseo, tanto o más que lo bello. Ahí está la multitud de películas asquerosas que Hollywood se empeña en producir, repletas de vísceras, sangre, restos orgánicos, agresiones al más puro estilo sadiano. Cabe la posibilidad de que alguna, por su contenido y su modo de ser presentada, entre en la categoría del arte, el arte no tiene por qué ser bello. Normalmente nadie niega que "El silencio de los corderos" sea una buena película. Pero hay otra, de la que por fortuna no recuerdo el título, que no he sido capaz de ver entera, sino a trocitos y sólo algunos trocitos, porque mi ansia de goce no llega a tanto. Es cierto que hay algo en ella que me fascina, porque tiene que ver con la insistencia en mostrar al cuerpo como objeto a, insiste en enseñar sus interioridades desnudas. Bueno, la verdad es que no sé a ciencia cierta si es así, porque no he llegado a ver ninguna de las escenas escabrosas. Tienen que ver con lo que para mí es horrible, y me detengo antes, justo en la barrera de lo bello, de llegar al lugar del goce. La película en cuestión es un infumable bodrio adolescente, adolescentes universitarios, concretamente estudiantes de medicina, que aprenden a diseccionar cadáveres. Hay uno de ellos... uno de los estudiantes quiero decir, que se empeña en diseccionar a sus colegas cuando aún no son cadáveres, aunque el resultado es el mismo, porque igual llegan a cadáveres, al menos después de sus manipulaciones médicas. Sobre la mesa de disecciones ocurren muchas cosas. Qué cierto es eso de que la realidad del inconsciente es sexual, porque tanto guionista como director, como actores y demás, se esmeran en enseñarnos cosas que pasan sobre la mesa, cosas del sexo y cosas de la muerte. Hay que ser algo morbosillo para gozar sobre una mesa en la que, un rato antes, un desconocido en formol ha sido convertido en finas lonchas delante de una manada de estudiantes carnívoros. El caso es que el loco, el estudiante perverso, espía a sus víctimas mientras retozan sobre la mesa y luego, en vivo y sin anestesia, los hace cachitos.
Mi imaginación me juega horribles pasadas, porque no he visto nada de lo que, me temo, se enseña en la película con total desinhibición y falta de pudor. Como mucho puedo ver algo de la sangre que mana, pero no soporto la visión de un escalpelo hendiendo un abdomen que pertenece a alguien que, paralizado por algún medicamento neurotóxico, le dice al malvado compañero "¿qué haces? ¿Estás pirado, tío?" Cuando la cuchilla empieza a moverse sobre la panza del conejillo de indias, cambio de canal. No puedo soportarlo.
Aun así, al rato vuelvo a darle al botón del mando, atisbando miedoso la imagen. Puedo estar así mientras no aparezca nada de casquería, pero ni siquiera sé cómo acaba, aunque supongo que el malo termina muy mal, e imagino que la chica y el chico buenos, los que sobreviven hasta el final son siempre los buenos, acaban juntos, abrazados, consolándose y manchados de sangre. Es curioso comprobar cómo las chicas malas, malas en el sentido malo de Mae West, y los chicos libidinales son pronto finiquitados por el perverso aprendiz de cirujano forense. Hay una lección moral: si eres ligera de cascos, acabarás destripada. Si te dejas llevar por la hormona, serás diseccionado.
No sé mucho más del filme, porque, de verdad, no lo soporto más que levemente. Pero como en Canal + insisten en enchufarla cada cierto tiempo, pues, nada, que la tentación es constante. Lo que siempre pienso es en qué narices tienen dentro de sus cabezas el guionista y el director para poder llevar a término semejante orgía de sadismo universitario. Sade lo escribió, pero el cine hoy permite verlo, permite mirarlo. Esta película nos lo enseña todo bajo la luz potente y directa de los focos del cine. Los decorados son de una limpísima pureza, de una brillante e inmaculada pulcritud alejadísimas de las calles oscuras, lóbregas y neblinosas del Londres del Jack el Destripador. No hay oscuridad, no hay luz de gas ni esa ambigüedad que permita mantener a salvo la mirada. La factoría de Hollywood nos enseña el horror sin ambages, sin lenitivos, sin pudor.
Eso fue lo que hizo Sade, pero puesto por escrito impresiona menos, y, por otra parte, no podemos dejar de lado ese carácter un tanto ingenuo que parece empapar sus textos más escabrosos. Es cierto que las obras de Sade, sobre todo si se conoce algo de su triste vida, recuerdan algo al "caca, culo, pedo, pis" de los niños que quieren pasar un buen rato a costa del horror de los adultos que los escuchan. Nuestra película de marras, por el contrario, carece del sentido del humor sarcástico y bestia de, por ejemplo, las de zombis de serie B, estilo "la noche de los muertos vivientes", en las que la sangre, a raudales, es tan escandalosa que permite hurtar a la mirada el punto de horror. Pero no, no es así. El perpetrador del bodrio universitario no hurta nada. Sus personajes, endebles y no más que carnaza, son el mero soporte del horror. Lo que prima ahí es simplemente el enseñar el interior de un cuerpo humano cuando aún está vivo.
Bueno, digo esto sin saberlo, porque como no he sido capaz de mirar ni una sola escena escabrosa, a lo mejor sólo me lo imagino y no es así para nada. En ese caso, mejor continúo con mi análisis, porque gozar con la idea de una imagen horrorosa es poco recomendable. Sospecho, no obstante, por el estilo de lo que he sido capaz de ver, que mi presunción no es errónea. Aunque esto, en definitiva, carece de importancia para lo que trato de contar aquí.
Que es, simplemente, abundar un poco en el trillado terreno de las diferencias entre Kant y Sade, pues, a pesar de trillado, sigue siendo productivo. No en vano, lo que subyace a la comparación entre ambos es una cuestión de capital importancia para el Psicoanálisis: la ética del deseo que se supone nos sostiene no es cuestión baladí.
Sade parece cruzar la barrera del bien en su aventura literaria. Y lo hace preguntándose algo que me parece lícito preguntar: ¿hasta dónde llega el otro, el semejante? ¿Dónde están sus límites, los míos, dónde debo detenerme antes de invadir, torturar, machacar, molestar o, menos dramáticamente, afectar al otro?
Freud, se ha dicho muchas veces, se horrorizaba ante el mandato judeo-cristiano de "amarás al prójimo como a ti mismo", parte del más universal "amarás al Señor tu Dios por encima de todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo". Esta cuestión, que hemos discutido, debatido y polemizado en el entorno del Col·legi de Clínica Psicoanalítica de València, dentro del Seminario de este año 2003, justamente el de la Ética del Psicoanálisis, es de gran trascendencia, porque afecta en mayor o menor medida a las relaciones sociales de a pie, afecta al día a día de nuestros contactos con los semejantes. Alguien, durante la última reunión (el 8 de marzo de 2003) dijo que si ese mandamiento se hubiera quedado en "amarás al prójimo" pues, bueno, no estaría tan mal, dicho así no es especialmente problemático. Pero la coletilla "como a ti mismo" es lo que a Freud le ponía los pelos como escarpias. Porque lo que uno es capaz de hacerse a sí mismo es la peor de todas las reglas de comparación en el trato con los demás.
La de Kant es imposible: "condúcete de modo tal que de tu conducta se pueda seguir una norma general", es como mínimo, digna de héroes, o mejor de santos. Pero los santos no han tenido, por lo común, vidas fáciles, más bien al contrario, y muchos de ellos acabaron en el martirio, decapitados, despellejados, torrefactos o cabeza abajo en alguna cruz. Además, los santos tienen de su parte a Dios, y eso ayuda bastante cuando uno, en su comportamiento cotidiano, tiene a un Coach de tal calibre a su espalda. Para los mortales de menor enjundia moral que somos legión, para los que no tenemos el carácter de los santos y su hercúlea constitución ética, conducirnos como si fuéramos modelo de virtudes es poco menos que imposible, además de cargante... para los demás.
¿Y la máxima sadiana? Esa, como mínimo, no es la de los santos. Sade tanteaba con un dedo, metiéndolo en el ojo ajeno hasta ver cuánto le permitía hundirlo ahí el propietario del ojo. Lo normal, claro, es que el dueño del ojo te dé un mamporro instantáneo a poco que le metas la uña en su córnea. Menudo es el otro. Sade, no obstante, tenía una curiosa pregunta en mente: ¿ese ojo que veo, ese ojo que me mira, es mío, o de quién? Es, tal vez, una pregunta algo infantil, pues los niños, benditas criaturitas, no parecen tener claro de quién es la mano que pega. Mamá oye los gritos y se acerca. El pequeño está llorando a moco tendido. El mayor, con cara de haberse comido al canario, las plumas aún asomando en su boca, está a su lado, absolutamente inocente en su pose. Mamá, manos en jarras, pregunta "A ver, ¿qué ha pasado?" Y el mayor, con absoluto desparpajo, digno de un diputado del Congreso, responde "él me ha pegado".
Que se sepa, el bueno de Sade no cometió jamás una sola de las tropelías que narra en sus novelones. La mala vida que llevó, pobre, fue a causa de sus ofensas imaginarias. Metió el dedo en el ojo ajeno más de lo que convenía.
Pero esa máxima de comportamiento que puede deducirse de sus escritos, de su propia vida, es del mayor interés, puesto que avanza, como hacen los niños, hacia una verdad importante: ¿dónde está el límite que marca la distancia correcta con el otro, con el semejante? ¿Y quién pone ese límite?
Kant hizo trampas, pero porque se comportó como adulto sensato, educado y un tanto tieso. Bastante tieso, si tenemos en cuenta que sus vecinos de Könisberg ponían en hora sus relojes cuando le veían pasar en su caminata diaria por las calles del pueblo, de tan exacto como el buen hombre era. El día que no pasó, sobra decirlo, es que se había muerto. Pues hizo trampas, las trampas que un neurótico adulto, docto y sesudo, puede hacer respecto del deseo. Se detuvo allá en la frontera del bien, en el mismo punto que Sade franqueó comportándose como el proverbial crío que nos suelta la retahíla de sus mejores palabrotas para ver, divertidísimo, la cara de horror que se nos pone.
Uno se detiene, y por las mejores razones, dice Lacan. Se detiene allá en el borde mismo del punto de horror. Mi pregunta es ¿qué puede ser más horroroso? ¿El horror de la película de adolescentes forenses, con su despliegue de vísceras sanguinolentas y sus afilados bisturís a juego? ¿O tal vez el horror que, de no detenernos ahí, nos encontraríamos detrás?
Pero, ¿qué horror puede ser ese que es más horroroso que la pura imagen descarnada de un abdomen abierto en canal, con las tripas palpitando fuera y su dueño aún vivo mientras el aprendiz de cirujano se regodea entre gemidos con cara de loco?
Lo siniestro es reencontrarse con algo que ya conocemos de antes, que no esperábamos volver a ver, que no debería estar ahí, sino oculto y bien oculto por capas y capas de memoria, olvido y cemento armado. Freud nos advirtió de que lo siniestro es familiar. Es siempre algo de lo familiar. El susto es propio de conciencias culpables, suele decirse cuando de sopetón nos encontramos con el jefe que entra en el baño cuando nosotros salimos. Y la idea semi-inconsciente de que tal vez no deberíamos estar ahí, o de que algo de lo que estamos tejiendo entre manos debería ser hurtado al jefe que, inocente de él, entra en el baño sólo a desahogar su vejiga, nos hace saltar como resortes. Pongo este ejemplo porque hace cuatro días me pasó a mí, y fue casi como si me hubiera pillado in fraganti. Menos mal que yo únicamente había ido a... pero, ¡ejem!, bueno, ¿a quién le importa? Sigamos, si no les parece mal. El caso es que hay que ver cuántas son las cosas medio sabidas que intentamos camuflar con nuestras conciencias culpables y que vuelven en mitad de la noche a demostrarnos que no, que no pudimos con ellas. Que siguen ahí y que exigen atención. "Nunca más", repite el cuervo de Poe una y otra vez. "Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí" Y no hay Orfidal que acabe con esto.
El horror absoluto que ocultamos celosamente primero con el modelito de lo bello y luego con la toga de lo bueno es, dice Freud, familiar. Ya lo conocemos de antes. Lo que ocurre es que en nuestro primer contacto no teníamos palabras para él. Ese horror era, y sigue siendo, inefable. Nuestra palabra no alcanza a nombrarlo. Como mucho podemos gritarlo, con ese grito desesperado, inarticulado, inarticulable con el resto de significantes que lo simbólico nos presta para cubrir el vacío. La gente grita horrorizada cuando se encuentra con lo indescriptible por la palabra, no es un mero recurso cinematográfico. Que sean las chicas las que más griten en la pantalla no muestra sino que son ellas las que más relación tienen con lo significante a la hora de nombrar lo humano, y que ese punto de vacío en el que la palabra no da cuenta de nada sólo puede cubrirse con el grito primordial. Los chicos más bien nos quedamos mudos. Esto, ya me doy cuenta, es otro tema.
Los hermanos matan al padre, se conchaban para acabar con el tirano que les quita su ración de hombría, y de hembras. Bien, esto es un mito, el modo en que Freud intenta describir aquello para lo que aún no tiene soporte teórico. Pero las metáforas son altamente ilustrativas. Ahí están todos ellos, contritos y culpables por haber finiquitado al padre. Ellas seguro que no están lejos, mirando desde el grupo, arrebujaditas unas con otras, estilo West Side Store en la tierra primigenia del australopiteco. Y ellos deciden que hay que hacer algo con el cadáver del viejo. A lo mejor se lo comen, para incorporarse un poco de su potencia. A lo mejor lo incineran o lo embalsaman, o lo dejan navegar corriente abajo. Debe desaparecer, y en su lugar elevan ese famoso tótem que advertirá, con mirada torva y gesto adusto, del peligro. Del gravísimo peligro. Deciden adoptar una norma común y drástica: ni para él, que ya no está, ni para ninguno de nosotros. Porque no se puede gozar de TODA ella. De ella como TODA. Pero sí de ellas, porque ellas son NO-TODAS. La cuestión que a mí me coloca un inmenso signo de interrogación encima de mi cabeza, en neón brillante, es, ¿dónde narices está la Madre? Porque a ella no la mata nadie. El Padre es el tirano, la cabeza visible del Poder. Pero, ¿qué había antes?
Freud dice que La Cosa. Primordial, primera, primigenia. Y con ella es con quien primero debemos lidiar, antes que con el padre y con el Padre. Esto es ya muy familiar, ¿verdad?
El quid del horror es, creo yo, ese conocimiento inmediato de que en el punto de origen de nuestro ser, allá donde el deseo puede en verdad tener satisfacción, está el peligro de aniquilación absoluta, radical y terrible que supone, a mi entender, la unión perfecta del Sujeto y del Otro. Esto es como el Big-Bang astronómico. Son mis metáforas, mis mitos, qué le vamos a hacer, pero Hermes Trismegisto decía "así como es arriba, es abajo. El microcosmos reproduce el macrocosmos". En el Big-Bang hubo una inimaginable explosión que creó el universo. Antes no había nada, en el sentido absoluto. Nada, no un vacío. Nada que pudiera ser siquiera pensado. De cómo el No-ser devino el ser, bueno, la Ciencia aún no se aclara. Pero el universo está ahí, expandiéndose y enfriándose, yendo hacia el punto de máxima entropía. Dicen algunos físicos que si las condiciones del cosmos son las adecuadas, si hay materia suficiente, volveremos por medio de una contracción al punto de origen, a una especie de Big-Crunch, gran crujido le llaman, que devuelva el cosmos al No-ser. Esto coincide tan fantásticamente con la idea budista de que el universo es sólo el ciclo cósmico de las espiraciones e inspiraciones de Brahma, que mi vena poética se encandila.
Lo que importa, psicoanalíticamente hablando si ello es posible, quiero decir, hablar psicoanalíticamente: en lo humano, a pequeña escala, el ser es algo que está partido, dividido y roto en dos. El deseo apunta a la reunificación de los dos elementos, es una insistencia lógica, y la pulsión de muerte se dirige justo ahí. Pero conseguir eso supone la aniquilación. El deseo, también lo sabemos, apunta a lo fatal. Todo nuestro horror primigenio procede del hecho de saber que ahí, en el lugar de horror, de aniquilación, de desaparición, de fading total y completo del sujeto, está el placer absoluto. La construcción de un Padre Simbólico y todo el rollito subsiguiente sirve para ocultar en fosa profunda, en sima oscura, Gran Dolina de Atapuerca, a la Cosa primera. Empiezo a pensar, por tanto, que cuando los hijos, hermanos, mataron al Padre, lo hicieron no porque este gozara de todas ellas, sino porque él gozaba de toda ella. Como eso no se puede manejar, mejor que ellas estén más allá de su alcance, mejor que estén notodizadas Esto no es más que el típico troceo al que sometemos al objeto de la pulsión, objeto parcial lo llamó Freud. Me quedo sólo con un trocito porque con todo me colapsaría, qué agobio, échese atrás y no me sofoque usted, por Dios. Déjeme esa partecita de su cuerpo con la que gozar, y tome usted del mío, si ello le place, el pedacito que mejor se le acomode, nos dice Lacan que dice Sade con sus tonterías.
Encajar ahí la ética del Psicoanálisis es complicadillo. Porque, demonios, la gente se queja de cosas aparentemente más triviales. Nadie llega a sesión diciendo "mire, oiga, es que yo siento un vacío en el lugar de mi ser que me atrae poderosamente, pero ante el cual, ante la belleza pura de ese lugar secreto e inefable, mi yo, mi vida completa, mis circunstancias, ¿sabe usted?, se resisten a diluirse. Y no sé si debo ceder ante la corriente profunda que clama con voz tonante o, mejor, tomar un poco de Transilium o viajar con mi señora de compras a Milán". Puede que, en realidad estén diciendo algo así, pero lo que causa incomodo es ese siniestro familiar, (vaya, me ha salido un juego de palabras), ese algo ya conocido, ese oscuro amigo de siempre que no puedo silenciar, sobre todo porque no habla, no tiene palabras, sólo voz, y no puedo dejar de oír, aunque toda mi vida haya intentado callar esa voz haciendo esto o aquello, metiéndome en líos o evitando meterme en líos, pidiendo a los demás una explicación, una satisfacción, una reparación o cualquier otra cosa que crea que puede ayudarme. Grite, o no, me paralice o no, me desdibuje o no, me asuste o no, lo ignore o no, ¡me analice o no!, ese vacío sigue ahí. Me llama, y, cielos, demos gracias a Freud, porque al menos hubo uno que le dijo NO a esquivar la cuestión. El Psicoanálisis, gracias a su ética especialísima, lejos de obturar ese lugar, lo limpia, lo pule y le da esplendor. Bueno, uno luego puede poner esa cosa limpita y brillante en un anaquel del salón, iluminado con luz halógena, o puede relegarlo a un rincón oscuro y mohoso en el trastero, pero sé ya que está ahí, y que lo que soy, lo soy gracias a eso.
Autor: Sabino Cabeza - 01/03/2003